En los dominios de Maratec, muchos siglos antes que bajara de sus altos valles la gente de Manco Capac, se desarrolló un idilio apasionado entre el hijo del Señor de esa comarca, y una india llamada Zenaguet. Este amor limpio y puro se deslizó largos días ante los edénicos paisajes que tienen por vigía el Aconcagua.
El sol los protegía, y la luna, en íntima complicidad, los contempló muchos ciclos completos bañando con su luz el alma de los enamorados... Pero un día Zenaguet enfermó y murió antes que apareciera en el cielo el Lucero del Alba.
La angustia y la desesperación más profunda invadieron al pobre indio, que no supo sobreponerse a la fatalidad, y enloqueció allí mismo junto al cadáver de la bien amada. Días después le extrajo la tibia de una de las piernas y fabricó un instrumento para desahogar su dolor, y con él echó a rodar por montes y quebradas las melodías dolientes que arrancaba de aquella caña ósea, que era parte de su alma...
Sonámbulo y andariego llevó a sus quejas por todos los rincones de su heredad, hasta que cayó para siempre... Había nacido la quena. La quena quejumbrosa y triste, que aún hoy sigue manifestando todas las fases de la angustia, el dolor y el infortunio de la raza.
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